Terminó de tomar su
café y sistemáticamente lavó la taza.
Era casi un ritual.
Le gustaba levantarse temprano y comenzar su día sin apuros y meticulosamente.
Era, tal vez, era algo obsesivo en ese punto.
Pero le encantaba
disfrutar del silencio, de la tranquilidad que le daban esos minutos en que
todos dormían.
No era que le
molestaran. Amaba a su familia. Sino que le gustaba tener ese tiempo para él.
El fresco de la mañana,
la serenidad, lo ayudaban a pensar
mejor. A recapacitar sobre sus cosas, a planificar con total serenidad.
A veces se sentaba
frente a su computadora. Tecleaba distraídamente. En muchas ocasiones sin
buscar nada. Simplemente recorría sus archivos, las viejas cosas guardadas, los
cuentos o poemas de tiempos anteriores. Y luego la apagaba satisfecho. Como si
hubiera recorrido una parte olvidada de su vida.
Otras abría
silenciosamente la puerta que daba al jardín y se detenía por largos espacios
de tiempo a contemplar sus plantas u observar las evoluciones del algún
abejorro, y a veces de los colibrís, que solían esporádicamente revolotear
atraídos por el colorido de una variedad increíble de flores que el mismo se
encargaba de plantar y regar meticulosamente cada día.
Despertaba a su
esposa a determinada hora, lo suficientemente cómoda para que se duchara y se
maquillara con tiempo, mientras él le iba calentando el desayuno.
Un poco más tarde
llamaba a los chicos para que se prepararan para ir al colegio.
Siempre con una
sonrisa, con una buena frase, a veces con algo gracioso, procurando que todos
estuvieran de buen humor. Cosa que no siempre conseguía.
Sin embargo el
repetía su ritual todos los días.
Los vecinos lo
apreciaban porque era el tipo más tranquilo del barrio, y por carácter
transitivo, lo era su familia. Nunca se quejaba, muy por el contrario era
solidario con quien lo necesitara, aunque no tenía por costumbre compartir
demasiado con la gente de los alrededores. Saludaba a todo el mundo y todos lo
saludaban.
Acostumbraba a llevar
a cada uno a sus lugares de trabajo (él consideraba que el colegio era un
equivalente del trabajo) y los iba dejando en el horario oportuno para luego
dirigirse al suyo, en el zona de la citi.
Su esposa atendía un
local en una galería del centro y sus dos hijos concurrían a un colegio de la
zona de bastante buena reputación. Los chicos entraban a la mañana y hacían
doble turno. Y a pesar de que él siempre estaba esperándolos a la hora de la
salida, cuando podía los buscaba al mediodía y los llevaba a almorzar, la mayor
parte de las veces pasando por el negocio de la madre, de tal manera que
compartiera toda la familia. Y todos juntos era una fiesta.
Trabajaba en una
dependencia del estado, una oficina de esas perdidas en el laberinto que es una
especialidad típica de la burocracia. Se dedicaba a apilar archivos que nadie
volvía a tocar, se comunicaba con distintos puntos del intrincado entretejido
de secretarías y sectores dependientes de esas áreas, a la vez que recibía indicaciones
de lugares en los que nunca había estado ni esperaba conocer.
Llegaba, leía la
noticias del día en el diario que siempre lo esperaba sobre su escritorio, y
mientras tomaba un café, habitualmente quemado, pero que formaba parte de su
rutina, abría su computadora y previo colocar una clave que él solo conocía, se
dedicaba a recorrer archivos, registrar datos que guardaba en su memoria pero
que nunca imprimía.
La rutina se repetía
día tras día. Nadie entendía muy bien en qué consistía su trabajo. Hasta sus
jefes lo ignoraban. Era un vericueto más en ese gigante de idas y venidas que
suelen armarse en las dependencias públicas. Pero él prefería que fuera así.
Nadie le prestaba atención. Prácticamente no existía, lo que le daba la
libertad suficiente para manejar su tiempo. De allí las múltiples veces que
podía buscar a sus hijos y a su mujer para disfrutar de un almuerzo juntos.
Se lo veía feliz.
Ese día tuvo algo
diferente. Era muy esporádico pero sucedía a veces. Una alarma en su teléfono
le avisó que había otras instrucciones. Tecleó en su computadora y abrió un
programa que pedía una contraseña. Escribió unos números y una frase y solo
apareció: “1409/N”. No necesitaba más. Para eso servía su memoria.
Cerró el programa y
sin modificarse en lo absoluto siguió haciendo su trabajo. Alguien que fuera
muy observador hubiera descubierto cierto gesto como de satisfacción en su
rosto y en sus actitudes, pero nadie le prestó atención.
Fue a buscar a los
chicos y, junto con su esposa, fueron a un patio de comida cercano.
Compartieron el almuerzo en familia. Posteriormente devolvió los hijos al
colegio. Antes de despedirse de su esposa le explicó que hoy llegaría algo
retrasado a casa. Tenía mucho trabajo en la oficina y estaba levemente
demorado. Le recomendó que no lo esperara para cenar. Si se le hacía muy tarde
que se acostara que el llegaría lo antes posible. “Sabés como es esto, puede
surgir algo inesperado y a veces es muy difícil calcular el tiempo”. Ella
asintió.
Salió de su trabajo a
la hora de costumbre, pero esta vez no se dirigió hacia su casa. Tomó una calle
lateral y encaró hacia la zona de la terminal de los ferrocarriles. Estacionó
en un pasaje y caminó con decisión por una vereda oscura. A media cuadra se
distinguía titilante un cartel que rezaba “Hotel familiar”.
Entró
silenciosamente. El portero como siempre no estaba. Probablemente dormía su
borrachera en alguna de las habitaciones de la planta baja. Fue hasta el primer
piso y sin hesitar abrió el cuarto 2C.
Cerró la puerta y
recién entonces encendió la luz.
Fue hacia un armario
y simplemente tomó un bolso que estaba en el piso.
Salió tan
silenciosamente como había entrado. Igual que en la oficina. Un ser
inexistente, insignificante. Sonrió.
Caminó unas cuadras y
entró en la gran Estación Central del Ferrocarril. Se dirigió a la entrada del
subterráneo. Colocó la tarjeta y subió a la primera formación. Recorrió las dos
primeras estaciones e hizo combinación con una línea paralela. Con ella llegó
al final.
Subió la escalera
principal. La gente se agolpaba ya que era la hora de la vuelta del trabajo. En
el tumulto era uno más que cargaba un bolso de un color poco notable. Salió
hacia la derecha y caminó tres cuadras.
Estaba en un barrio
residencial. De esos que suelen aislarse a pesar de estar en el centro de la
ciudad.
Cercano a una calle
sin salida. (Es sabido que esos barrios suelen tener recovecos que dificultan
exprofeso el tránsito) había un auto estacionado. Se dirigió a el sin dudarlo,
se calzó unos guantes que traía en el bolso y tanteó la puerta del acompañante.
No estaba cerrado.
Bajó la luneta y tomó
un sobre. Luego fue del lado del conductor y abrió el baúl. Extrajo de allí un
mameluco negro y se enfundó en el. Corrió el cierre cubriéndose hasta el cuello
y subió la capucha. Las sombras proyectadas por las farolas le ocultaron la
cara.
Se movió con una
rapidez poco probable en un oficinista. Trepó velozmente por una pared lateral.
Un perro ladró a lo lejos pero él sabía que no era por sus movimientos. Se
deslizó por los techos con una agilidad felina y llegó hasta una casa que
estaba en el centro de la manzana.
Miró por el borde del
tejado. El guardia en la caseta dormía plácidamente. Sonrió.
Se deslizó por una
saliente y colgado como estaba sacó unas pinzas de su bolsillo izquierdo y sin
dudarlo cortó unos cables que estaban disimulados en una saliencia de la pared.
Sabía que a partir de
ese momento contaba con 7 a 10 minutos máximo. Le sobraba el tiempo. Al
seccionar el cable de la alarma con seguridad vendría alguien en una moto a inspeccionar
por si ocurría algo, pero generalmente la respuesta no era inmediata.
Sacó una pequeña
sopapa, la adhirió al vidrio de la ventana que daba al comedor e hizo un corte
circular. Traccionó y produjo el orificio que necesitaba. Introdujo su brazo y
con toda simpleza abrió la ventana. Se descolgó hacia el interior. No produjo
el menor ruido.
Su memoria le
permitía reconocer cada recoveco de la casa. Se movió con seguridad.
La puerta del
dormitorio esta entreabierta.
Bajo algo el cierre y
sacó un arma de grueso calibre. Un largo silenciador le daba un aspecto más
siniestro todavía.
Entró sin hacer
ruido. Cerró la puerta.
No previó el ruido de
la cerradura. ¡Clack! Retumbó en el silencio de la noche. “me estoy poniendo
viejo, pensó”.
Evidentemente la mujer
tenía el sueño más liviano. Se enderezó bruscamente en la cama
“Qui… quien” y eso
fue todo. Un pequeño ruido sordo y una mancha roja comenzó a agrandarse en
medio de la frente.
Saltó con una rapidez
increíble y cuando el marido quiso reaccionar le colocó una almohada sobre la
cara y casi simultáneamente repitió el disparo.
El hombre hizo una
contorsión. Un pequeño sacudón y eso fue todo.
Quito la almohada
para asegurarse de haber cumplido con su cometido. Guardó el arma. Levantó el
cierre y volvió a salir por donde había entrado.
Controló por las
dudas pero el vigilante seguía descansando plácidamente.
Llegó hasta el auto,
dejó las cosas en el baúl, incluida el arma que había traído en el bolso y se
alejó caminando serenamente. Las sombras de los tilos que tapaban a luces de la
calle lo ocultaban de alguna manera.
Llegó al subterráneo
y realizó el camino inverso. Desde el mismo lugar, y antes de salir, se dirigió
a un teléfono público. Llamó a un número local y del otro lado le respondió la
voz metálica de un contestador. Esperó que pasara el mensaje y exclamó “Perdón,
número equivocado” y cortó. Evidentemente era una clave.
Esta vez no entró en
el hotel. Fue en busca de su auto. Se acomodó el cinturón de seguridad. Puso un
CD en la disquetera. Una música suave se desparramó invadiendo la atmósfera
fresca, confortable, de un buen
vehículo.
Se dirigió a su casa.
En su cara se adivinaba un dejo de felicidad. Se sentía bien.
Llegó y entró sin
hacer ruido, sin embargo su mujer lo estaba esperando despierta mirando
televisión.
La saludó con un
beso. Se cambió rápidamente y se acostó
junto a ella.
“¿Mucho trabajo?”
“No más que el de
costumbre”.
Se acomodó al lado de
su esposa y le pasó el brazo por los hombros. Ella se apretó contra él.
Terminaron de ver la
película que estaban pasando en el canal 41.
Ella le dijo: “Me voy
a dormir, mañana tengo un día movido”
“Hasta mañana mi
amor” respondió él, dándole un largo beso.
Se arrebujó en la
cama y mientras esperaba la llegada del sueño reparador sonrió, y pensando,
casi en voz alta, se dijo: “¡Qué suerte el poder trabajar en lo que a uno le
gusta”.
Cerró los ojos y se
quedó dormido.
Alberto
Colonna
Enero
del 2013
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